jueves, 28 de mayo de 2009

Un vómito negro de amor

Un vómito negro de amor es el que me ha lanzado mi perro antes de morir, una hora antes de decidir que lo mejor para él era sacrificarlo. Durante once años ha sido mi compañero, o como se dice por aquí " mi compaña", mi más fiel amigo y el mejor psicólogo; sin duda. He tenido que trasladarlo en una manta con la ayuda de otras tres personas y, finalmente, llevarlo al veterinario. El diagnóstico ha sido definitivo, no me equivocaba, se le había reventado el bazo a causa de algún tumor interno y él, siempre muy responsable, estaba retardando su muerte por ese compromiso que había adquirido por cuidarme. He llorado como un niño, como una mujer o como un hombre. He llorado y llorado hasta vaciarme por dentro, aún sigo haciéndolo a estas horas. Mientras el veterinario se disponía a inyectarle el veneno letal se ha despedido con la mirada. Ha tenido la valentía de darme el único lametón de su vida sin que yo haya tenido valentía para recriminarselo. Agotado como estaba ha sido capaz de levantar su gran cabeza y apoyarla entre mis manos mientras sus ojos se apagaban. Ha sido una escena díficil, de película, un cuadro de llanto propio y ajeno, una escena que marca el zénit, sin mostrar después la congoja, la tristeza, la angustia que te acobarda cuando tienes que dejarlo allí, tumbado, inmóvil, encima de una fría camilla de veterinario. Créia que lo peor era eso, pero no, definitivamente no. Lo peor ha sido lavar reverencialmente su comedero, su bebedero, recoger su cama y limpiar su transporte; eliminar su rastro, aún presente, de la casa que hizo suya durante once años; dejar de sentir su presencia, su jadeo, su olor inevitable; dejar de buscar su mirada en los sitios dónde solía reposar su cansado cuerpo. No había pasado nunca por una experiencia semejante, no había sentido tanto vacío en mi alma jamás, ni siquiera cuando se ha ido un amor o ha fallecido un familiar, no imaginé que pudiera ser tan doloroso, igual de doloroso que sentirme culpable por tener un amor tan incondicional a un animal. Un compañero de trabajo me ha hecho sentir extremadamente raro cuando con toda su buena voluntad ha querido expresarme sus condolencias por la muerte de mi perro. Se ha generado un desbarajuste de emociones arrollador que me ha convertido en irascible cuando no suelo ser así. La marcha de Brisa ha sido un cataclismo que espero superar en algún momento, ahora bien, ni sus ojos ni su olor ni la compañía que me ha regalado, con tanto desinterés, podrán borrarse de mi memoria.